La
introducción del uniforme escolar en los centros públicos no es una medida
anodina. Puede herir sensibilidades, dar lugar a conflictos o abrir un debate
más amplio sobre un orden social dado. Desde un punto de vista psicológico,
atañe a la sempiterna tensión entre la necesidad de ser al mismo tiempo
semejante y diferente de los demás. Los argumentos a favor del uniforme son
numerosos y conocidos. Se imagina como un freno al marquismo, a ver los centros
escolares como una pasarela. Desde una perspectiva psicosocial, se añade que el
uniforme acabaría con la comparación entre los alumnos, se destronaría el
estilo de vestir como signo de diferencias sociales, económicas, étnicas,
religiosas, nacionales o incluso entre pandillas. Se cree también que favorece
la disciplina, y la concentración. No faltan tampoco razones de tipo económico
o de sentido práctico.
Pero vestir de
uniforme tiene tras sí una larga historia. Recordemos, por ejemplo, cómo el
cuello Mao se impuso a 900 millones de habitantes. El uniforme ha sido un
instrumento para establecer jerarquías y distancias entre clases o entre
castas. En suma, el uniforme trae a la memoria lo militar, la penitenciaría, la
hospitalización, el internado. Evoca la despersonalización, lo homogéneo, la
falta de iniciativa y de autonomía o la ausencia de sensibilidad estética.
Suele oponerse a modernidad, innovación y juventud.
Juan
Antonio Pérez, “Una reflexión psicosocial”, El
País, 17 de junio de 2008.
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